Polonia, una visita al hogar judío

Exequiel-Siddig

“Durante los cincuenta años de comunismo no hubo un debate libre sobre la historia de Polonia. En particular, las relaciones entre Polonia y los judíos eran un tema difícil, del que no se hablaba. Los judíos habían desaparecido en el país, y entre los historiadores y profesores polacos se decía que Polonia había sido víctima de la guerra. Se hacía hincapié en lo mucho que había sufrido el pueblo polaco, en que el país había pasado por un momento muy difícil durante los últimos doscientos años debido a la pérdida de la independencia.”

Quien habla es Jakub Czupryński, uno de los genealogistas de referencia en torno a la vida judía en el sur de Polonia. Polaco de 44 años, guía vinculado al patrimonio judío en ese país, “Kuba” se refiere al proceso de dos siglos que comenzó el 24 de octubre de 1795. 

Ese día, cuando aún las calles de Moscú no estaban congeladas por las temperaturas bajo cero del invierno, representantes de los tres imperios más grandes de Europa, Prusia, Austria-Hungría y el anfitrión, Rusia, firmaron la última repartición del territorio polaco dividiéndolo en tres tajadas. Seis años después de la Revolución Francesa, el ideal de fraternité aún no había calado en todo el continente: aquel infausto día Polonia y Lituania desaparecieron del mapa. 

Este evento es la punta del ovillo cuyos nudos todavía estrangulan la psiquis del pueblo polaco. Desde entonces, durante ciento veintitrés años, hasta 1918, con el fin de la Primera Guerra Mundial, los polacos no recobraron su país. Un hogar nacional que luego volvieron a perder entre 1939 y 1945, a manos de la Alemania nazi y, acabada la guerra también, cuando el “totalitarismo comunista” arrebató su soberanía hasta 1989. 

Fueron prácticamente dos siglos de vivir en un país fantasma, bajo ocupación. Es un pasado que aún hoy sobrevuela la educación de los niños y que se manifiesta en la aversión —el terror— de los adultos por los rusos. De algún modo, la Polonia actual nació casi dos siglos después que las naciones americanas.

En ese sentido, para cierta corriente historigráfica polaca, los judíos de Polonia fueron las víctimas de las víctimas.

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Hace dieciocho años que Czupryński viene forjando su fama, sobre todo entre descendientes de polacos judíos que viven mayormente en los EEUU, aunque también en Francia, Inglaterra, Canadá y Australia. Kuba cuenta que comenzó como guía turístico hasta que descubrió que muchos de aquellos viajeros visitaban el país con una vocación de Hansel & Gretel”. Es decir, eran hijos y nietos de sobrevivientes o muertos en la Shoá interesados en rastrear las migas que habían dejado sus antepasados en los pueblitos cercanos a ciudades como Lublin, Łódź o Wrocław. 

De aquel hobby hizo una profesión, por lo que hace años que Kuba colabora con el Jewish Record Indexing Poland, el Festival de Cultura Judía de Cracovia y el Centro Comunitario Judío de la misma ciudad, donde organiza conferencias sobre genealogía. En su computadora, contiene registros con miles y miles de documentos escaneados en decenas de registros de todo el país. 

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La vaca sagrada

Un día primaveral de principios de julio de 2024, voy al encuentro del genealogista en el barrio Piasek Poludnie de Cracovia, la capital de los poloneses durante la Baja Edad Media.

La entrada del edificio, donde me da cita, funciona como un pasadizo. Sobre una de las dos hojas de la puerta de madera gastada, hay un agujero rectangular más pequeño. Es una puerta dentro de otra; para traspasarla, uno debe agacharse. Allí dentro, el edificio de la calle Smolensk, que refleja el músculo rectangular de la arquitectura estalinista, guarda en su interior el bar Swieta krowa, “Vaca sagrada”. 

Encuentro a Kuba en aquel jardín escondido. Hay mesas de madera hechas con rodillos de cables, reposeras de playa y guirnaldas de colores. Estamos solos. Él lleva como siempre su cabellera lacia, de un rubio oscuro, rapada en los bordes inferiores como si se tratara de un oficial.  

“Este es mi bar favorito”, dice Kuba. Cuenta que su interés por la historia judeo-polaca comenzó hace unas dos décadas. La chispa se encendió en 2001, cuando en Polonia se abrió una demorada discusión pública —un abrir de ojos en el ejercicio de la memoria histórica— a partir de la publicación de Vecinos: la destrucción de la comunidad judía de Jedwabne, el libro del polaco Jan Tomasz Gross, que le valió el exilio. 

El libro narra la matanza —velada hasta entonces— que ocurrió el 10 de julio de 1941 en Jedwabne, al noreste del país, cerca de Białystok. Este best seller detalla cómo ese día, en plena ocupación nazi, los polacos cristianos del pueblo —no los soldados alemanes— quemaron vivos en un granero a la otra mitad de sus vecinos, los 1600 judíos con quienes habían convivido por generaciones.

Los judíos invisibles del comunismo

—También después de la guerra hubo pogroms perpetrados por civiles polacos, como en Kielce en 1946.

—Sí. Hubo muchos factores diferentes que provocaron la emigración del 5% al ​​10% de los judíos polacos que sobrevivieron a la guerra. El último capítulo se produjo en marzo de 1968, cuando los judíos que quedaban en Polonia fueron expulsados ​​por el Partido Comunista Polaco. Hasta entonces, la comunidad judía estaba formada por 50.000 o 60.000 personas. Y básicamente, los judíos que se quedaron provenían de familias mixtas, o de personas cuyos antepasados ​​judíos se habían integrado plenamente en la sociedad polaca y su identidad judía era muy débil.

—¿Cómo fue ser judío en Polonia durante el comunismo?

—Ser judío en Polonia era como ser un animal superviviente cuya manada había sido cazada. Así que negaron su difícil pasado familiar y trataron de empezar una nueva vida. Muchas familias, para proteger a sus hijos y nietos de algo que consideraban una amenaza potencial, decidieron no revelar su verdadera identidad. Todavía hay polacos que no saben que son judíos.

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Los archivos de los judíos polacos

Aunque es un experto en rastrear documentos inhallables para el investigador profano, cotidianamente debe abrirse paso en el marasmo de los archivos que conservó el Estado. Porque los tres imperios ocupantes de 1795 no sólo impusieron su burocracia sino también su lengua. 

El resultado es que en la antigua fracción polaca del imperio prusiano, los archivos del siglo XIX están en alemán; en la zona de Galitzia —esto es, el sureste de Polonia, desde Cracovia hasta Leópolis, hoy en Ucrania— el imperio Austro-Húngaro, políglota, escribió documentación oficial tanto en alemán como en polaco, e incluso en ucraniano. Por último, la Polonia capturada por el imperio de los zares, donde vivía la mayoría de los judíos, siguió usando el polaco hasta la década de 1860 y luego se pasó al cirílico, el alfabeto ruso. 

Por eso, el trabajo genealógico que quiera indagar en una época previa a este esfuerzo documental se topa con un camino de bruma y barro. Convenientemente, Czuprińsky habla, además del polaco, en inglés y alemán.

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“El inicio del registro civil -dice Czupryński- coincide con la creación de los apellidos judíos, y el problema de la investigación genealógica judía es que antes del siglo XIX en Europa no se utilizaban apellidos fijos, sino que se identificaba a las personas según un patronímico. Desde el punto de vista de alguien que investiga la familia, esto es muy difícil, porque en una gran ciudad puede haber veinte personas con el mismo nombre, o en Cracovia puede haber veinte Moszek Aronowicz (Aronovich) viviendo, por ejemplo”.

—Personalmente, yo encontré en Wolbrom, un shtetl de menos de 10.000 habitantes, las partidas de nacimiento de mis bisabuelos, de 1888 y 1890. ¿Cómo un documento así pudo sobrevivir a la guerra?

—Los alemanes nunca implementaron ningún plan complejo de destrucción de registros civiles. Sí destruyeron buena parte de los registros judíos producidos por las congregaciones judías. Hablamos de los registros de los entierros por la Jevra Kadisha [que se ocupaba de los cuerpos de los difuntos], de los niños circuncidados, de los matrimonios rituales.

La mayoría de los documentos que registraron la vida de los ciudadanos del Estado polaco fueron producidos por instituciones públicas que siguieron funcionando durante y después de la guerra, a menos que sus documentos fueran destruidos por combates armados.

Entonces, si tu antepasado judío vivió en una determinada ciudad de Polonia, el lugar donde buscar sus actas de nacimiento, por ejemplo, es la Oficina de Registro Civil local o la sucursal local de los archivos estatales.

El interés de los polacos no judíos por los judíos

—¿Cómo explica el interés de los polacos no judíos por los judíos en la Polonia actual?

—Después de la Segunda Guerra Mundial, Polonia se convirtió en un país demasiado homogéneo. Así que, tras la caída del bloque comunista, la gente empezó a redescubrir que el país, en una época en la que sus padres y abuelos tenían su edad, era muy diferente. Bastante exótico, en su mayoría diverso y multicultural.

La gente sensible, si viajaba por Polonia y conocía un poco de historia y tenía un cierto nivel de conocimiento, veía fantasmas. Veía casas que pertenecían a otra persona; veía cementerios cuyas tumbas estaban escritas en un idioma extraño, oía historias…

—Las historias que también contaban los sobrevivientes judíos.

—Los polacos que nacieron en ciudades pequeñas sienten que algo falta y está roto en su patria. Digamos que se plantean una pregunta: “¿Cómo es posible que 10.000 personas de mi ciudad hayan sido enviadas a la muerte, incluido niños, y nadie haya dicho una palabra, nadie haya mostrado respeto, nadie haya creado un monumento o se haya ocupado del cementerio o de la sinagoga?”.

Es como una expresión tardía de dolor, de trauma, de pérdida, que está teniendo lugar en este momento en Polonia. Y es por eso que se habla tanto de la cultura y el patrimonio judíos. Los polacos tenemos ahora el espacio emocional para reconocer que no solo fuimos víctimas, sino también perseguidores o, al menos, espectadores pasivos.

Por lo tanto, es nuestra obligación moral invitar a los judíos a volver a Polonia para reconectarse con su historia de algún modo.

El trabajo de Kuba: conectar los puntos

—¿Qué rol cree que deben jugar los judíos de la Diáspora en este diálogo que incluso el Estado polaco está interesado en entablar?

—Dado que tanto Israel como las diásporas más grandes (Estados Unidos y Canadá) han prestado tanta atención al Holocausto, es importante que la gente se dé cuenta de que este país tuvo una comunidad judía durante muchos siglos. Y que su patrimonio material sigue estando aquí. Obviamente, el gobierno polaco y los gobiernos locales desempeñan un papel, pero también existe una responsabilidad de la comunidad judía mundial de mantener y pagar por la preservación de lo que queda.

—¿Puede dar un ejemplo en relación a su experiencia como guía?

—Ayer mismo volví de un cementerio y, después de dos años, encontré la lápida del bisabuelo de un cliente. El cementerio es como una jungla, con tumbas que se caen a pedazos, en el suelo, rotas. Y después de una larga búsqueda, en la que el arqueólogo pidió varias excavaciones, descubrieron esta lápida enorme… Esto posibilita que sea renovada para poner todas las piezas juntas. Pieza tras pieza.

Y se hará un monumento que se inaugurará para el centenario del nacimiento de este bisabuelo. En esta jungla, vas a caminar por el bosque a través de arbustos y mosquitos y arañas, y luego llegarás y verás una enorme pieza de piedra recién renovada de alguien que murió hace tanto tiempo.

Así que gracias a la energía, el dinero y la dedicación de mi cliente, la tumba de su ancestro volverá a florecer. Esto me demuestra que la conexión no está rota. La parte más importante de mi misión es generar estas reconecciones. Y la manera más fácil de hacerlas es preservar el patrimonio material. Cementerios, sinagogas, escuelas judías, lo que quede. Ahí es donde podemos cooperar para reconstruir un nuevo capítulo de la historia judeo-polaca. En un mundo lleno de personas diferentes, hay algunas que podemos hacer algo para preservar la memoria colectiva.

Exequiel-Siddig
  • Exequiel Siddig (Buenos Aires, 1974) es comunicador digital y periodista. Estudió Relaciones Internacionales (USAL) y la Maestría en Periodismo (Clarín/UTDT/Columbia). Trabajó como cronista, editor y/o guionista para la revista Ñ, Semana (Colombia), GQ (México), Newsweek Argentina, Miradas al Sur, Endemol y editorial Planeta, entre otros. Fue corresponsal en Israel, Tailandia, España, Rusia y China. Escribió artículos sobre cine, teatro, ciencias sociales, turismo y gastronomía. Co-guionó y condujo el programa “A Big Shtetl. Las huellas judías en Buenos Aires” (Canal Encuentro). Escribió el libro colectivo Voltios (ed. Leila Guerriero), y participó como actor de las obras “La tribu” y “La boda de Fanny Fonaroff”. Trabajó en estrategias SEO y desarrollo de contenidos de educación financiera en Nubank (EEUU, Brasil y Colombia). Actualmente es asesor de comunicación para empresas y speakers internacionales.

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