Mi primer shabat

No recuerdo cómo fue la invitación pero, tarde o temprano, el Rabino con el que estudiás te invita a su casa en shabat. Es algo que sucede. Era un viernes a la noche en un horario demasiado temprano para una cena. Los religiosos comen a la misma hora que en Estados Unidos, pensé. Tenía que ir directo desde mi trabajo e incluso así no llegaba a pasar por el Templo. Así que fui directo a la casa del Rab. Mi contacto con judíos ortodoxos hasta ese momento era nulo. Temía sentirme incómodo presenciando una serie de ritos que desconocía. Una amiga me recomendó que pensara que estaba en una película. Así que ahí estaba yo, haciendo de Harrison Ford en Testigo en peligro teniendo que pasar una noche con gente que viste de negro y no enciende luces un día a la semana. Todo lo que sabía de shabat en esa época era que no se podían prender luces, viajar ni tocar plata. Planteado así, me sonaba bastante absurdo. No sabía cuán estricto sería el Rab con estas cuestiones y me preguntaba si en el siglo XXI seguiría existiendo gente que cumpliera con estas costumbres.

Llegué con mi bolso, un morral que había comprado en un reciente viaje a Jujuy. Entre otras cosas, no sabía bien qué quería decir que no se podía cargar. El Rab me ofreció dejarlo en uno de los cuartos. Antes de cenar me dijeron que tenía que hacer el lavado de manos. Uno de los invitados me ayudó a decir la bendición en hebreo que yo repetía como podía, palabra por palabra. Nos sentamos a la mesa a comer. Éramos una pareja que se estaba por casar, el hermano del novio, una señora de unos 70 años, el Rab, su esposa, sus nueve hijos y yo. La mesa estaba bien servida. Mientras comíamos también se conversaba. No recuerdo todo lo que se habló ese día. Alguien preguntó sobre el motivo del Holocausto y el Rab dio una respuesta acorde al contexto. Yo me limitaba a escuchar. Todo el tiempo temía decir o hacer algo inapropiado. Quería participar en la conversación a toda costa. Esto es algo que sabe cualquier tímido: si no hablaste al principio, cada vez se te hace más difícil abrir la boca. Y, de pronto, el Rab empezó a cantar. Nadie me lo había advertido. Yo no estaba preparado para eso. No sabía qué actitud debía tomar. ¿Escucharlo? ¿Llevar el ritmo con la mano sobre la mesa? ¿Aplaudir? ¿Cantar? Pero si no conocía la canción. Quería que el momento de las canciones pasara pronto y siguiéramos comiendo. Alguien me alcanzó un pequeño libro en hebreo. Allí estaban las letras de los temas. Yo no sabía hebreo así que me concentré en mirar la forma de las letras. Había palabras cortas y palabras más largas. Como en cualquier idioma.

Una vez que terminaron de cantar seguimos comiendo. Se habló de la inseguridad y de los asaltos en los cajeros automáticos. Ahí fue cuando encontré la oportunidad de decir algo: sí, dije, te roban a las 12 menos 1 porque a las 12 te vuelven a habilitar el monto diario. No sé de dónde saqué ese dato. Lo más probable es que lo hubiera inventado. Pero, en forma un poco forzada, había logrado meterme en la conversación. En seguida me refutaron, yo asentí con la cabeza, y se empezó a hablar de otra cosa.

Si uno no los contaba no se podía advertir que en la mesa había nueve hermanos. Y que la mayoría eran varones. Siempre que escuchaba que los religiosos tenían 10, 11 hijos me imaginaba una situación ingobernable. Una revolución infantil que había arrasado con todo el departamento y disfrutaba su victoria colgándose del techo y haciendo guerras de comida. La otra opción era la rigidez militar. Una disciplina impartida con rigor había conseguido domar a esos niños que permanecían mudos, sin moverse de sus sillas durante todo el tiempo que duraba la comida. La casa no era ninguna de las dos cosas. Había cierta naturalidad en los movimientos. Es decir, ellos estaban acostumbrados a ser nueve hermanos. Uno de los chicos se tiró a dormir en el sillón en medio de la cena. Otros dos charlaban entre ellos. Uno intentaba captar la atención del padre con preguntas. No sé explicarlo mejor pero lo que yo vi es que había orden y fluidez.

La cena terminó y sirvieron el postre. Al principio creí que nunca iba a lograrlo, pero a esa altura ya estaba más relajado. Una vez que terminamos de comer nos dieron un pequeño libro para rezar el agradecimiento para después de las comidas. Volví a mi actitud de mirar las palabras en hebreo. Había escuchado que la Cábala se basa en el valor numérico de las letras y en palabras que se repiten en distintos contextos para encontrar nuevos significados. Cuando el Rab pasó a retirar los libros le pregunté por qué una palabra se repetía en otro lugar. El Rab hizo un gesto de asentimiento y tomó el libro. Me había puesto a buscar los códigos secretos de la Biblia en lo que, luego me enteraría, era el bircat hamazón. Sería como buscar un hilo narrativo en una guía telefónica.

Fui a buscar mi bolso y el Rab me acompañó hasta la puerta. No salí de allí pensando que quería hacerme religioso (¿qué es hacerse religioso?). Tampoco me fui pensando en no volver nunca más. No creo que uno tome decisiones tan extremas. Seguí estudiando. Volví a ir varias veces más a la casa del Rab. Conocí otras casas. Esas cenas me empezaron a gustar  y con mi esposa (mi novia en ese momento) decidimos que el sábado se transforme en shabat. Recibimos gente, no andamos en auto ni prendemos la luz y decimos el bircat hamazón  después de comer pan. Ya no me pongo a buscar códigos entre las palabras. Prefiero poner esa energía en que los invitados se sientan cómodos y la pasen tan bien que tengan ganas de volver.

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