“La fragilidad del cuerpo. Cuando nació mi hija, ¡tenía un miedo que le pase algo! Iba caminando con el cochecito y, no sé… que se le caiga una plancha de churrascos en la cabeza. Eso pasó. Arranqué temprano. Nueve y media ya había bajado del subte y empecé a caminar. Hay mucho negocio que abre a las diez, está bueno ser la primera.”
Una mujer discurre, extendida con su vestido harapiento sobre un cúmulo de escombros y un escritorio destruido en una puesta minimalista. Condensación espacial de la escena: un cuerpo rendido en un espacio inquietante que es epicentro del drama. ¿Quién es esa mujer? ¿Por qué está en esa situación extrema?
La mujer del vestido verde es un unipersonal entrañable de Jorgelina Aruzzi, dirigido por Gloria Carrá e interpretado por Dalia Elnecavé, estrenado en 2022 en la sala porteña El Método Kairós. Recientemente se repuso en el Ciclo de Teatro, Humor y Música Judía1 y antes formó parte de la programación de la primera edición del Festival de Cocina y Teatro Judío de Buenos Aires2.
El primer impacto visual está dado por la pregnancia cromática del vestido de nuestro personaje – una simple modista que deambulaba por Once un día cualquiera en la década del 90 – en tensión con el contexto y destacando el verde vital sobre los tonos grisáceos y amarronados del entorno.
Tal como nos presenta la sinopsis, jugando con la metáfora textil, “zurce una conversación con ella misma. Se aferra a sus afectos, se remienda con recuerdos. Hilvanando sus palabras se resiste”. Somos testigos de la explicitación de los contenidos de la conciencia (más o menos corroída y difusa) de un ser crudamente herido como acompañando el devenir de su memoria inestable en estado de shock. Así, su relato pendula espacio-temporalmente, cruzando el hecho trágico con aspectos de lo cotidiano. Entre expresiones de dolor, atraviesa con mucha gracia en plena desgracia sueños, proyectos, el contexto de los 90, el precedente del 2001; el deseo de ir a las playas de Brasil, las diferencias con su hija progresista; ciertos comentarios racistas; un encuentro amoroso clave en el drama que es parte de las circunstancias previas de la escena. En este sentido, es muy interesante cómo va desplegando una microsociología a partir de su imaginería: “Yo soy católica, mi madre y mi abuela también lo eran, y no me ando cuestionando mucho ni investigando si es verdad o es mentira, creo y punto. Soy católica. La religión se hereda como el color de ojos o el peronismo, fíjate que hay familias completas peronistas. ¿Quién estaba primero, si los judíos, los musulmanes o los católicos? ¡No sé, ni me interesa, todos somos seres humanos! No sé qué tan chico será Jerusalén, pero se debería compartir y terminar el quilombo. Si me piden mi opinión de la guerra”. Aquí nos ayuda también a percibir lo absurdo de las guerras y el carácter igualador de las víctimas de la violencia.
En un punto, la representación nos remite a una escena beckettiana, asistiendo a lo trágicamente absurdo de ese cuerpo inmóvil afectado, cuyos gritos silentes, como ahogados piden un auxilio que no llega, a la espera de que alguien tiene que ver el vestido verde entre los escombros, como si estuviera en la nieve3. En este sentido, es notable la actuación de Dalia en sus matices, gradaciones y contrastes, experimentando todo el relieve de emociones de ese ser arrojado al mundo (un mundo solitario y catastrófico), apropiándose del parlamento que coincidimos con Gloria Carrá cuando dice que “es un texto sin fisuras”4. Con palabras sencillas y agudas, exhibe la contradicción de lo tragicómico, donde uno empatiza, ríe y se conmueve con tristeza y ternura, todo al mismo tiempo.
En definitiva, la obra nos convoca a imaginar cómo serían los posibles minutos finales de una víctima que circunstancialmente pasaba por la sede de la AMIA el 18 de julio de 1994 a las 9:53 hs. Nos interpela descarnadamente en la eterna pregunta: ¿Cómo representar el horror? La fragilidad del cuerpo, el trauma, la disociación, el instante como un relámpago, la poíesis como búsqueda ante lo trágico, la fe como motor; el problema de lo divino: la fluctuación entre la fe y su negación ante la perplejidad del horror. En ese vacío estremecedor, en ese sinsentido radica lo absurdamente trágico de nuestra existencia.
La sensación es la de querer rescatar y abrazar a la mujer del vestido verde, pero nos chocamos con algo de lo metateatral que nos interpela y nos vuelve cómplices pasivos para que prosiga el espectáculo. En Ante el dolor de los demás (2003), Susan Sontag señala a propósito de la fotografía (aunque puede dialogar perfectamente con el carácter esencial del teatro):
Lo que hace el arte es transformar, pero la fotografía que ofrece testimonio de lo calamitoso y reprensible es muy criticada si parece “estética”, es decir, si se parece demasiado al arte. (…) Las fotografías que representan el sufrimiento no deberían ser bellas, del mismo modo que los pies de foto no deberían moralizar. (…) La fotografía ofrece señales encontradas. Paremos esto, nos insta. Pero también exclama: ¡Qué espectáculo! (Sontag, 90:2003).
Creo que, desde un enfoque renovador, Sontag viene a subsanar parcialmente esta contradicción ética de ser espectadores de los hechos trágicos. Basta con mencionar que tenemos fuertemente presentes y constantes las [imágenes de las] atrocidades del 7 de octubre de 2023 y todo lo que activaron.
Por último, me parece relevante compartir una reflexión de esta autora-faro sobre la cuestión de la memoria que estuvimos transitando a partir de lo que disparó la obra (memoria histórica en tensión con la memoria subjetiva). Dice Sontag:
Toda memoria es individual, no puede reproducirse, y muere con cada persona. Lo que se denomina memoria colectiva no es un recuerdo sino una declaración: que esto es importante y que ésta es la historia de lo ocurrido, con las imágenes que encierran la historia en nuestra mente (Sontag, 100:2003).
La memoria de la protagonista se hace eco en la memoria colectiva, que declara incansablemente, hoy y siempre, “Nunca más”.

Ficha técnico artística
Dramaturgia: Jorgelina Aruzzi
Intérprete: Dalia Elnecavé
Diseño de vestuario: Susana Zilbervarg
Realización de vestuario: Titi Suárez
Diseño de escenografía: Nadina Fushimi
Realización de escenografía: Hugo Sciaini
Diseño de luces: Leandra Rodríguez – ADEA –
Asistencia de dirección: Agustín García
Dirección: Gloria Carrá
1 Paseo La Plaza, enero 2025.
2 La Carpintería, septiembre 2024.
3 “¡Él me recomendó la tela de este vestido, me dijo ‘hágase un vestido de este color así si se pierde en la nieve la encuentran fácil’, me reí y le dije ‘no tengo pensado ir a la nieve, me encantaría’. Lo más parecido que vi a la nieve es un helado de limón”.
4 Recogido de la charla post función del Festival de Cocina y Teatro Judío de Buenos Aires.
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Javier Winiar (Buenos Aires, 1983) es crítico, investigador y docente. Es Licenciado y Profesor en Enseñanza Media y Superior en Artes (orientación Artes Combinadas) por la UBA. Forma parte del equipo de investigación teatral del Instituto de Artes del Espectáculo (Facultad de Filosofía y Letras, UBA) y del Área de Investigación en Ciencias del Arte (Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini). Participó en numerosos congresos y jornadas, así como del IV Foro de Investigadores y Críticos de Teatro para Niños y Jóvenes (2016), organizado por ATINA, AINCRIT e ITYARN. Cursó la carrera de Ciencias de la Comunicación de la UBA. Se desempeñó como colaborador de investigación del Centro de Estudios Sociales de la DAIA en el Proyecto Testimonio (actualmente hay una sección permanente en el Museo del Holocausto de Buenos Aires con el archivo generado en el proyecto). Forma parte del equipo de producción del Festival de Cocina y Teatro Judío de Buenos Aires. Se formó en actuación con Irina Alonso. Integra el jurado de los Premios Teatro del Mundo que otorga el Centro Cultural Rector Ricardo Rojas de la UBA.
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